El lugar se ensombrece mientras, por la noche, pasan los grillos a lucir su voz. Entre las barracas de feria viejas y destartaladas se oyen susurros. El aire es casi tangible, grumoso con la grasa y el aceite de los puestos de la feria y las añejas atracciones. Dos caracoles son los presuntos autores de los susurros.
- Así no hay quien trabaje- dice uno.
- Ya puedes decirlo, las babosas se llevan todo el mérito. Ya no hay orgullo alguno en ser un caracol.
- Siempre nos quedarán las espirales, Maurice- el primer caracol se rasca un ojo que le pica frotándose contra una brizna de hierba, mientras admira la concha del caracol número dos.
- Hombre, es que solo faltaría que nos quitaran eso…- el caracol número dos se revuelve nervioso ante las miradas del otro. No lo dice, pero siempre ha sentido que su concha no era tan buena como las de los demás, y sufre cierto complejo de inferioridad. Esto en un caracol puede convertirse en un problema.
De hecho, el caracol número uno tiene el mismo problema. Por eso en su mirada hay cierto destello de envidia, aunque esto pasa inadvertido para el caracol número dos, ya que la oscuridad los envuelve. Aun así, el segundo caracol nota una extraña reverberación en la voz de su compañero.
Está a punto de ocurrir una muerte.
De repente, se oye el espantoso crujido de una bolsa de papel grasiento de patatas fritas al ser pisado. Pero no se trata de un caracol, si no de un vil humano.
- ¡Salta Maurice!- dice el primer caracol, consciente de la tontería que suelta al mundo.
Maurice se esfuerza por salir del camino, y hace grandes logros atravesando una chapa de Coca-Cola entera.
En vano.
Un crujido mojado atraviesa la noche. Un escalofrío recorre el cuerpo del caracol número uno desde lo más profundo de sí mismo. Cuando el humano ya está lejos, llega al lado del cadáver esparcido de su amigo. Lo contempla.
- Mierda, siempre quise quedarme con su concha.
Se marcha, lentamente, rumiando el fracaso de su plan criminal.
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