lunes, 3 de agosto de 2015

Punto limpio



En el pueblo del fin del mundo tirarían los botes de pintura secos por el borde y ya está, fin del problema. No como yo, que tengo que cargarlos como un imbécil hasta el punto limpio, porque pesan lo suyo y no tengo coche. La travesía por media ciudad con tres botes de 5 litros de pintura seca es alienante y destructora. Un habitante de Galactorrea no tendría que pasar por esto, apostaría cualquier cosa.

Galactorrea puede ser el nombre de una civilización alienígena, pero en realidad es un efecto secundario de los medicamentos que hace que te salga leche de los pezones. La vida es así de dura: tú vas a que te cure el doctor y acabas lactando y pones tus camisas perdidas. Y la gente te mira, claro. Y tú pasándolo mal porque vas con tres botes de pintura seca y no puedes taparte el cerco de leche de los pezones. Galactorrea no es una civilización alienígena, y si lo es, mejor que se queden en su planeta.

Quizá el fin del mundo esté más cerca de lo que creen. El metafórico o el real. No sé en qué momento decidimos que el mundo era redondo y no tenía bordes, pero lo considero un error inexcusable. Suena a tocomocho barato, y seguro que los habitantes del borde se descojonan de nosotros mientras tiran sus botes de pintura seca apenas a un par de pasos de sus casas.

Que no todo son ventajas, oye. Das un traspiés y te puedes encontrar cayendo hacia el espacio exterior, y eso no es ninguna bicoca. Igual hasta acabas en Galactorrea, fíjate lo que te digo, y entonces ya sí que la has fastidiado. Galactorrea, ciudad de vacaciones.

Me preguntan si estoy yendo a algún lado con todo esto. Y yo contesto: al punto limpio.

jueves, 2 de julio de 2015

El imperio de Yegorov



Con este título, esta portada y una contracubierta que te lo vende como “novela de aventuras, thriller político, sátira social y relato de ciencia ficción”, a ver quién es el guapo al que no le pica la curiosidad. No seré yo.

Lo cierto es que la novela tiene todas esas cosas pero… bueno, yo me la leí en una tarde. Vamos, que tiene de todo lo dicho, pero poquito porque no da tiempo a más. Diría que es una pena, pero lo cierto es que alargarla más habría sido algo forzado, y el libro funciona muy bien así como está.
La cosa va de una estudiante japonesa de antropología que se contagia de una enfermedad extraña en Papúa-Nueva Guinea, luego conoce a un doctor, ambos desaparecen, el marido la busca… y la cosa sigue hasta 75 años después en una especie de futuro distópico que se esboza en las últimas páginas. Muy interesante.
El libro está engarzado a base de cartas, emails, informes y cosas así, lo que hace que se lea todavía más rápido y contribuye a su adictibilidad (una palabra que el Word me dice que no existe pero debería). Vas pasando páginas porque te dices “venga, me leo un email más que total son dos páginas” y así hasta que se acaba. Porque hay que acabarlo, ya que hasta el último punto es parte de la historia (el índice onomástico y los agradecimientos incluidos), que es un truco que nuevo nuevo, pues no es, pero que aquí funciona bien.
En fin, la sensación es un poco como los platos de nueva cocina: has comido algo muy rico, sí, pero te quedas con hambre… el libro da todo lo que promete, es interesante y misterioso aunque se queda algo escaso. Pero bueno, la historia queda cerrada y bien puesta, no es como el infame Fin de David Monteagudo que te deja a medias porque no sabe cómo terminar el libro.
Bastante recomendable, en definitiva.

lunes, 16 de febrero de 2015

Los bosques de Upsala, de Álvaro Colomer

Se descuida uno y se ha pasado un par de meses sin reseñar nada, cómo son las cosas... En fin, los ya lejanos reyes magos me trajeron varios libros cual caballo de Troya, entre los que iba escondido este. Reseñadores de otros lugares de la red me habían prometido buena escritura y una temática valiente, y allá que fui yo.
Hay que empezar diciendo que el libro va sobre el suicidio, que como tema me parece muy bien. Y creo que eso es todo lo positivo que puedo decir de la novela, la elección de tema acertada. Porque lo que es el resto... uf.
Para empezar, no sé que hizo al autor fijarse en este tema. Podría uno pensar que le habrá tocado de cerca, quizá algún familiar o amigo se le haya suicidado, pero la nula familiaridad y la fantasía desbocada que transmiten las reacciones de todos los personajes al respecto (desde el protagonista, pasando por el psiquiatra, los camilleros de urgencia y la propia suicida) delata que no ha tocado el tema ni con un palo. Os lo digo yo que soy psicólogo, y he tratado con gente que se ha intentado suicidar, con sus familias, con psiquiatras y con trabajadores del SAMUR social que atienden este tipo de cosas.
Como he dicho, me parece estupendo que se trate este tema, pero digo yo que si vas a tratarlo será para describir una realidad, o reflexionar sobre ella, o plantear preguntas sobre ella, o analizarla... lo que no debería ser es para inventarte directamente esa realidad. Con esto no estoy diciendo que los escritores solo deban escribir sobre lo que conocen, faltaría más (no existiría la ciencia ficción y Stephen King viviría de los subsidios del gobierno), pero sí pido que si abordas un tema que no conoces te molestes un poco en hacerlo. En este caso, las reacciones y las reflexiones de todos y cada uno de los personajes se alejan por completo de las cosas que hacen los humanos reales, y por lo tanto pierden cualquier tipo de validez para generar reflexiones y debate sobre la realidad del suicidio. Podrá uno reflexionar sobre las cosas que se ha inventado el autor, pero no sobre lo que ocurre en el mundo.
En fin, no hagan caso a los cantos de sirena que les prometen una buena lectura en Los bosques de Upsala, porque ni el tema está bien tratado ni la lectura se hace interesante. Vamos de despropósito en despropósito y solo acabé el libro poque apenas tiene doscientas páginas con letra gorda. Lo que sí hay que decir es que tiene un final a la altura del resto del libro: chorra a más no poder.
En resumen: buuuuu.

viernes, 26 de diciembre de 2014

La fábula del leñador



Hoy, queridos y queridas, os voy a dejar una hermosa fábula que se usa en los manuales de gestión del tiempo. La he tuneado ligerísimamente para extraer todas sus fructíferas enseñanzas morales, y forma parte de un pequeño libro que he escrito llamado (provisionalmente) "Vete a que gestione el tiempo tu puta madre". Espero que pronto pueda estar disponible para el gran público, ganar el premio Nobel y retirarme. De momento os dejo con la pequeña fábula:

Porque el rigor no está reñido con la amenidad, te voy a narrar ahora una pequeña historia que ilustra la importancia de una correcta gestión del tiempo. Escucha:

Érase una vez un bosque donde había dos leñadores. Uno de ellos quería ser siempre el mejor, así que empezó a talar cada día sin pausa. Mientras talaba sin descanso, veía cómo el otro leñador paraba cada cierto tiempo y se metía cinco minutos en casa. Nuestro leñador sonreía, pues pensaba que el otro estaba perdiendo el tiempo y que sería él quien cortase más árboles. Pero día tras día, por la noche, el leñador de las pausas entregaba siempre más árboles que el otro, por mucho que este se hubiera esforzado.

Desconcertado, nuestro leñador por fin un día se acercó a preguntarle al otro cómo era posible que, a pesar de hacer descansos, pudiera talar más árboles que él. “Es que en los descansos afilo mi hacha”, le contestó el otro. “Por eso puedo cortar mejor. Bueno, también hago tanta pausa porque soy adicto al porno por internet. Se está convirtiendo en un problema. Pero vamos, principalmente es para afilar el hacha”.

Paulo Coelho pararía aquí y te diría que ahí está la sabiduría de la gestión del tiempo: en saber cuándo afilar tu hacha. Qué coño sabrá él. Yo te voy a contar toda la verdad:
Al poco tiempo, el empresario propietario de la explotación maderera se dio cuenta de la mala decisión que había sido contratar un leñador tan imbécil que ni siquiera sabía que tenía que afilar el hacha. Es más, y ya puestos a pedir, el muy anormal ni siquiera había usado las motosierras que tenía a su disposición. Así que le echó a la puta calle. Pensó que si apretaba un poco más las tuercas al otro, le podría sacar más rendimiento y no necesitaría contratar un segundo leñador, y así lo hizo. Con su conocimiento de técnicas de gestión del tiempo, pudo sacar todo lo posible del leñador que le quedaba, y así se ahorró pagar un segundo sueldo y cumplió el sueño de su vida: comprar su tercer Ferrari. Más adelante, aprovechando una crisis económica, le bajó el sueldo al leñador, porque a ver a qué otro lado iba a ir. A pesar de esto, el leñador se iba a dormir muy satisfecho porque “por lo menos tenía trabajo”, y además lo había conservado gracias a sus excelentes habilidades de gestión del tiempo.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Nada es verdad, todo está permitido, de Servando Rocha.

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A dios pongo por testigo que no volveré a caer. Ni a pasar hambre, pero eso es otro tema. La cosa es que la editorial Alpha Decay siempre me la mete doblada: sus atractivas portadas y su cuidada edición de momento solo me han reportado decepciones, como Las teorías salvajes o Los nuevos inquisidores (un libro algo flojo de un buen autor). Y válgame dios que éste Nada es verdad, todo está permitido sigue la misma senda.

Admirad la portada. Mola, ¿verdad? Un jinete loco cabalgando sobre una ciudad en ruinas. Unámos eso al atractivo título y a una temática místico-pop (por decir una gilipollez cualquiera) y nada debería salir mal. La primera frase de la contraportada nos dice esto: La leyenda cuenta que «Nada es verdad, todo está permitido» fueron las últimas palabras que pronunció antes morir Hassan-i Sabbah, mítico líder de la antigua y oscura secta de Los Asesinos. Teniendo en cuenta que luego el libro se supone que va de un encuentro entre Curt Cobain y William Burroughs, el misterio debería estar servido. Pues no. La cosa es un auténtico coñazo que, francamente, abandoné más o menos a la mitad, que ya no está uno para estos trotes. 20,90 € muy dolorosos.

¿Qué es lo que ocurre? Yo os lo digo, no temáis. La contraportada nos promete cosas que luego jamás se cumplen: se mencionan legendarios ladrones, forajidos y falsos predicadores, y uno espera historias a la altura de tan ilustres personajes, pero lo que se encuentra son anécdotas de una sosez que deja tiritando. ¿Y el famoso encuentro entre Cobain y Burroughs? Pues más de lo mismo. El autor se limita a describirnos las cuatro fotografías que hay de ellos dos juntos, sin aportar nada de interés y dejándote con la sensación de haber escuchado a un guía de museo describiéndote un cuadro. Y la cosa se extiende sus casi 400 páginas, y quizá al final explique el autor qué demonios pinta el lider de la secta de Los Asesinos ahí (más allá de la anécdota que cuenta sobre Burroughs, que no es especialmente interesante ni importante dentro del libro), pero yo ya nunca lo sabré.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El mapa del caos, de Félix J. Palma

Después de "El mapa del cielo", esperaba con entusiasmo la última entrega de esta trilogía. Por pura casualidad me enteré de que ya estaba disponible y me dirigí raudo con el batmóvil a comparlo... para encontrarme con esta portada como de Corin Tellado del siglo XIX. "Ánimo Cuentista Enmascarado", me dije, "no puedes juzgar al libro por su horrenda estética". Al darle la vuelta y leer el resumen de la contracubierta, se me cayó el alma a los pies: ¿la persona amada que muere trágicamente? ¿El protagonista que hará todo lo posible por hablar con ella por última vez mediante espiritismo? ¿Qué demonios me estás contando? ¿Dónde están los marcianos y la aventura? Por dios santo, ¿¿espiritismo??



Cuando me echaron de la tienda por hablar solo mientras sacudía la cabeza (y tras pagar el libro), se quedó unos días en mi estantería mientras lo yo lo miraba con recelo. Finalmente accedí a sus súplicas de ser leido, pero solo por los viejos tiempos: me gustó tanto el anterior que tenía que darle un voto de confianza, si no no podría volver a amar nunca más.

Guiado por el texto de resumen, esperaba algo más o menos apestoso, pero poco a poco se fue sosegando mi espiritu al ver que el mayor pecado del libro era un editor con poca vista para los resumenes y un diseño de portada con imágenes de stock de internet bastante desafortunado. Lo que viene a ser el libro está bastante bien.

De nuevo, nos encontramos con un gran ritmo, una historia interesante y compleja que vas entendiendo poco a poco y sí, hay espiritismo (con matices: no hay espíritus, cosa de agradecer) y amor, pero desde luego no son tan centrales como nos hacía pensar el resumen (y, por cierto, no es el protagonista quien busca a su amada, sino otro personaje). También hay viajes interdimensionales, civilizaciones de nivel Q III y ejecutores cibernéticos, pero por lo visto al que hizo el resumen no le parecieron cosas reseñables...

En fin, El mapa del caos es una digna continuación y fin de las anteriores novelas de la serie, aunque para mí la reina siempre será la segunda, El mapa del cielo. Todas se disfrutan como los libros de aventuras clásicos, te encuentras leyendo sobre viajes temporales, interdimensionales, marcianos, robots y virus mutantes y ni se te pasa por la cabeza cuestionar la verosimilitud, porque durante ese rato te importa un carajo. Y qué quieres que te diga, ¿qué más se puede pedir?

jueves, 30 de octubre de 2014

Caronte


Los gritos se oían desde su barca, cuando se acercaba a la orilla. A la orilla de allá, se entiende.

Tenía épocas mejores, pero había temporadas (largas, largas temporadas) en las que la desesperación se apoderaba de él, y entonces estaba a un suspiro de mandarlo todo al carajo y bajarse. De una vez por todas.

Llevaba demasiado tiempo con esto. Hasta él se estaba cansando, de hecho llevaba cansándose mucho tiempo. Demasiado, según le parecía a veces.

Caronte hizo una breve pausa en su trabajo, se secó el sudor de la frente con un pañuelo grimoso (¿y cómo no iba a estar grimoso? ¿cuándo iba a lavarlo?) y volvió a empujar el agua con su remo. Uno pensaría que, con los años, le aligerarían la carga, pero no. Nada más lejos: cada vez eran más y más, un trasiego incesante, pesado y bullicioso, ni un minuto de respiro. Antes (hacía siglos) se paraba a hablar con sus pasajeros mucho más a menudo, se entendía con ellos y se interesaba por el devenir del mundo. Antes todo tenía algún sentido. Ahora, las pocas veces que se animaba a iniciar conversación, a las pocas palabras se sentía perdido, no sabía de qué le estaban hablando, todo le parecía fragmentario e inconexo.

Eso si conseguía que le prestaran atención, porque esa era otra: cada vez parecía que la gente era más tonta. Durante siglos había sido al contrario: gente cada vez más refinada, que le narraba avances en el saber que le asombraban y apenas entendía. ¡Cómo avanzaba el mundo! Pero eso parecía haber cambiado, llevaba unos años recogiendo a muchos como embobados. Él solía dejarles un tiempo para acostumbrarse, al fin y al cabo, morirse es un shock, pero es que esta gente estaba tonta perdida. Se pasaban el tiempo mirando unos espejitos negros y cuando Caronte, ya cansado de esperar, carraspeaba para que espabilasen, levantaban sobresaltados la vista y le preguntaban con cara bovina cosas como “Oiga, ¿no hay cobertura aquí?” o “ “Parece que no va el 4G, pero luego bien que te lo cobran”. La cara de borricos que se les quedaba y su incapacidad para reconocer lo que tenían a su alrededor hacía pensar a Caronte que alguna plaga de idiocia se había desatado en el mundo.

Y ese no era el único signo. Había otros que eran casi peores. Cuando entendían dónde estaban y quién era él, se quedaban como incrédulos y negando con la cabeza. Muchos le habían llegado a decir que no podía ser, que ellos no creían en estas cosas y que eso de un barquero que transporta a los muertos al otro mundo era una superstición atrasada. ¡Habráse visto, decirle eso a la cara! Al final había optado por un método de probada eficacia con esa gente: les sacudía con el remo en la jeta y les gritaba “¡Pues a ver si crees en esto!”. Después del remazo iban como la seda.

En definitiva, todas estas cosas pesaban cada vez más a las espaldas de Caronte, como si no bastara el esfuerzo de remar. El pacto que tenía con Hades incluía una cláusula (que para eso se había dejado el dinero en un notario): en el momento en el que él decidiese, podría darle su remo a alguien de su elección, y esta persona tomaría su lugar. Eso sí: tras otorgar su puesto, solo podría apearse de la barca en una orilla del rio Estigia, aquella que daba al tártaro, donde las almas atormentadas gritaban. Ese era el precio a pagar por dejar atrás su pesada carga.

Lo cierto era que temía ir al infierno. ¡Como para no temerlo! Los gritos que se oían al acercarse helaban la sangre a cualquiera, incluso después de siglos de escucharlos. Y sin embargo, cada vez tenía menos claro cuál era el verdadero infierno: ese lugar del que provenían los gritos o el trajín incesante en el que estaba inmerso, sin un minuto de descanso y sin ser capaz de intercambiar dos palabras coherentes con nadie.

En esto pensaba Caronte (apenas pensaba en otra cosa, este es el tema que le obsesionaba desde hacía incontables décadas, cuando empezó a perder el hilo del por dónde iba el mundo) mientras conducía su barca, maravillosamente vacía, liviana y silenciosa, hasta la orilla que bullía de almas esperando a ser transportadas. El viaje de vuelta, que antaño se le hacía más pesado por no tener con quién conversar, era ahora el que esperaba con más ganas, si es que se le podían llamar ganas a eso. Ya adivinaba los rostros de los que serían sus próximos pasajeros… era terrible, cada año había más y más. Allá en el mundo debían de estar devorándose los unos a los otros, no podía haber tantísimas personas.

En seguida detectó a uno que le iba a dar problemas. Otra cosa no, pero después de tantos siglos conociendo, aunque fuera brevemente, a cada una de las personas que habían nacido, algo de intuición psicológica tenía. Y a este se le veía a la legua. Antes de que la barca chocara con la madera del embarcadero, el sujeto ya se había abierto paso entre todos los demás hasta la primera fila. Y eso no era nada fácil: esta orilla estaba repleta de almas desesperadas por cruzar al otro mundo, cansados de esperar.

“Ya era hora de que apareciera alguien, la organización aquí es un desastre”, le dijo, sin saludar siquiera, aquel tipo. Asco de gente…

“Verá, he de cruzar cuanto antes, déjeme subir”. Pensó un segundo y continuó, “y prefiero ir solo, que esto está muy bullicioso. No se preocupe, que tengo con qué pagarle, le compensará el viaje”. Al decir esto, se sacó un rectángulo de colores de un bolsillo, y se lo presentó a Caronte como si fuese la más suculenta de las ofrendas.

Este le respondió secamente, “Solo acepto monedas”. No era cierto del todo, en algún momento hacía mucho tiempo Hades le había obligado a aceptar a todo aquel que le ofreciera unos papeles, que por lo visto ahora tenían tanto valor como las monedas, o más.

Pero tampoco le apetecía ponérselo fácil a aquel engreído.

“¿No aceptan tarjeta? Yo alucino… en fin, tome, ¿tiene cambio de cincuenta?”

“No se da cambio”, contestó Caronte, de nuevo con tosquedad. A ver si el otro se daba por aludido y se dejaba de chorradas.

“Pues vaya, menuda… no resulta usted de mucha ayuda para dedicarse al trato con el público, la verdad. Ande, tome el billete y con lo que sobre pago por ir solo en la barca. ¡Venga, déjeme pasar!”

Caronte apretó los dientes y se echó a un lado. Le había pagado, y no podía dejar de cumplir su deber. Ahora bien, no se iba a ir de rositas. Extendió los brazos y empezó a hacer pasar a las almas más cercanas, cuanto más andrajosas mejor. Al fin y al cabo, le habían pagado suficiente para llenar la barca. Las reglas son las reglas.

“Pero oiga, ¿qué demonios hace? Hemos llegado a un acuerdo, ¡inútil! ¡Saque a esta gente de aquí ahora mismo!”, saltó el tipo, pegándose al borde de la barca para no tocar a los demás.

“La barca ha de ir llena”, le cortó Caronte, con un deje de sorna.

“Usted… no sabe con quién está hablando. Le aseguro que cuando lleguemos a la otra orilla, hablaré con su superior. Mi padre es Ernesto Robreguero, y debe de estar esperándome allí con algún cargo de importancia. Si piensa que su insolencia va a pasar sin castigo, se va a llevar una buena sorpresa”. Dicho esto, el energúmeno se hizo un hueco apartando a otra alma y se sentó con los brazos cruzados, mirando hacia la otra orilla.

Caronte, que había escuchado su discursito en el remo vibrando de ganas de chocar contra su cara, se relajó cuando vio que se iba a callar el resto del viaje. Los tipos engreídos, que se creían que sus títulos, posesiones y riquezas terrenales les convertían en alguien, siempre le habían puesto de los nervios. Había tenido reyes mucho más poderosos que aquel papanatas que habían sabido mostrar más humildad y comprensión de su situación.

En fin, ya casi habían llegado a la otra orilla. Aunque Caronte no conseguía distinguir nada en tierra, ya que se había desatado una densa neblina, conocía el camino de sobra. En unos pocos minutos más la barca encalló, y Caronte se bajó, dispuesto a dar paso a las almas que llevaba. Cuál no fue su sorpresa cuando de la niebla surgió una mano que se posó en su hombro, y delante suya tenía a Hades, señor del inframundo.

Caronte no daba crédito. Estos encuentros se producían en circunstancias excepcionales, algo muy importante debía estar sucediendo.

“¡Caronte, viejo amigo!”, le soltó Hades mientras le daba palmaditas en la espalda. “¿Cómo te trata la vida?”

“Bien sabes tú cómo me trata la vida…”, farfulló Caronte entre dientes.

De la bruma surgió otra figura, a instancias de Hades. “Mira, te presento a Ernesto Robreguero, que ha venido hoy a recoger a su hijo. Es un promotor muy importante, ¿sabes?”

Caronte se quedó paralizado al oír el nombre de aquel señor y la explicación de Hades. No sabía qué era más poderoso en él, si el miedo a un castigo de Hades por haber menospreciado al hijo imbécil de aquel promotor o el absoluto asombro de que un mero mortal estuviera haciendo negocios con el señor del más allá.

“Pero… ¿desde cuándo un humano es alguien importante aquí”, acertó a decir Caronte.

Hades le miró nervioso, y fingió una risa. “Pero hombre, ¡qué preguntas! Don Ernesto tiene algunas ideas muy interesantes para nosotros, y unos sistemas de gestión que… ¡ya verás, ya! Lo único que pedía a cambio era instalarse en una buena parcela de mis reinos y que su hijo estuviera con él, ¿no es razonable?”

Caronte dirigió la mirada hacia su barca, donde a través de las almas andrajosas aterradas podía ver la sonrisa de desprecio que le dedicaba el hijo del tal Ernesto, ahora que veía clara su victoria.

“¡Ahí estás!”, exclamó el promotor al ver a su hijo. Este se abrió paso entre las almas y bajó de la barca.

Caronte salió de su estupor y se encaró con Hades. “¿Pero es que nos hemos vuelto tontos o qué? ¡Eres un dios! ¿Desde cuándo necesitas métodos de gestión? Esto lleva milenios funcionando bien sin necesidad de hacer chorradas, ¿es que no ves que te están liando? ¡Mírales, si son unas hienas!”

Hades miró disculpándose a los dos humanos, y se llevó a Caronte a un aparte. “¡Insensato! ¿Sabes lo que nos puede costar tu insolencia? ¡Un trato de millones! No dudes que sufrirás un castigo”, le espetó Hades con los ojos en llamas.

“¿Millones? ¿Pero para qué diablos necesita Hades el dinero? ¡Esto es absurdo!”, contestó Caronte.

“Son unos métodos de gestión muy modernos, muy ventajosos, no lo entenderías. Y ahora vuelve a tu lugar. Sufrirás por esto, no lo dudes”. Con esto, Hades se dio la vuelta, todo sonrisas y sin fuego en los ojos ni nada, y se empezó a alejar andando con Ernesto, enfrascados en conversación.

El hijo se quedó un poco más de tiempo, mirando a Caronte, saboreando su victoria y esperando quizá la humillación de una disculpa.

Caronte se acercó a él y le dijo sin mirarle a la cara: “Verá, entiendo que he sido injusto con usted, señor Robreguero… quisiera pedirle disculpas y ofrecerle algo por las molestias causadas”. Caronte extendió su remo ante sí. “Si me permite un momento, le buscaré lo que…”

Mientras el hijo del promotor cogía de manera automática el remo, Hades se daba la vuelta para ver por qué no les seguía, y cuando vio lo que pasaba echó a correr hacia ellos.

“Ahí lo tienes”, siguió Caronte, cuando el otro hubo cogido el remo. “Un trabajito estable para toda la vida. ¡Que lo disfrutes, majo!”. Dicho esto, empezó a reír y a caminar hacia el tártaro. Hades llegó en ese momento y empezó a gritarle.

“¿Pero qué has hecho, desgraciado?” ¡Ese era el hijo de Robreguero! ¡Maldición!”

Caronte giró la cabeza por un momento y contestó: “¿Y qué vas a hacer, condenarme al infierno?”. Con esto y una sonrisa continuó andando, hasta que los gritos de los condenados taparon los insultos de Hades a sus espaldas.